Todos anhelamos pertenecer a algo. Es algo inherente a los seres humanos.  Sentir que formamos parte de un grupo, una causa, una ideología o una profesión, aporta sentido y significado a nuestra vida. Dejar nuestro pequeño mundo a un lado para movernos hacia algo más amplio, que trascienda nuestra persona, nos ayuda a experimentar los beneficios de la compañía y disminuye la tentación de recluirnos y aislarnos del mundo que nos rodea.

Nuestra especie, el homo sapiens, sobrevivió y se hizo grande y poderosa en grupo; en colectividad, cultivando la comunidad. Así lo explica el escritor Harari en su libro Sapiens, afirmando que lo característico y a su vez diferencial de los sapiens, reside en su capacidad para colaborar de forma grupal compartiendo creencias, ya sean sobre religión, naturaleza, vida y muerte o economía y globalización.

Somos seres sociales por naturaleza, por lo que el aislamiento, especialmente a largo plazo, nos entristece y deprime. La compañía, si es buena y saludable, nos completa y nos hace crecer. Nuestro desarrollo y bienestar se amplía cuando establecemos vínculos sanos con los demás. De esta manera y como si se tratase de un espejo, a través de la mirada de los otros, es decir, de las personas que forman parte de nuestra vida, como: los amigos, la familia, los compañeros de clase o profesión nos construimos y damos cuenta de quienes somos y como nos comportamos en la vida. De esta manera forjamos nuestra identidad como personas.

Vivir en relación y tejer vínculos sanos con los demás, nos ayuda a tomar consciencia de nuestros puntos fuertes y capacidades asi como de nuestras debilidades y áreas de mejora. Además, estas ultimas, tienden a ser ciegas y poco accesibles desde una única mirada, la propia.

Pero como el lector estará pensando, por desgracia esto no siempre resulta así. Cuando los vínculos y las relaciones con los demás nos dañan y nos debilitan experimentamos elevadas dosis de sufrimiento que pueden llevarnos a interrumpir la conexión con los demás y a aislarnos por miedo a daños mayores.

Más importante aún resulta cuando el daño ocurre al inicio de nuestra vida; cuando somos pequeños, vulnerables, sensibles y contamos con pocos recursos. Si durante este periodo, nuestros padres, cuidadores o figuras de referencia no nos cuidan, atienden u ofrecen apoyo suficiente, sufriremos ante la falta de seguridad y afecto. Ineludiblemente, esto influirá en la manera en que nos percibimos y vemos en relación a los otros y el mundo. El riesgo añadido, es que, a través de nuestros pensamientos y narrativas, terminemos por interiorizar que algo no anda bien en nosotros y desarrollemos la creencia de que quizá no seamos merecedores de cariño y afecto por parte de otras personas.

Como dice un famoso psiquiatra, detrás de un elevado número de abandonos, abusos y maltratos subyace un déficit en la calidad de nuestros lazos y vínculos afectivos. Pero como ya hemos dicho, muchas veces no los elegimos puesto que nos vienen dados (en el caso de los padres, hermanos, familia etc). Sin embargo, otras veces, generalmente en la adultez, si que los elegimos, aunque inconscientemente, y sin darnos cuenta acabamos seleccionando a personas con un apego o manera de vincularse que nos resulta conocida o familiar pero que nos hiere, perpetuando nuestras heridas de manera indefinida en el tiempo. Un claro ejemplo de ello puede ser la elección de pareja, donde uno elige a alguien que le maltrata porque sus padres también le maltrataron previamente en la infancia.

Es ahí donde la psicoterapia y la ayuda profesional en salud mental resultan clave.  Con un trabajo en profundidad y de la mano de personal cualificado, la persona puede llegar a entender de donde vienen las heridas, como se desarrollaron las defensas que le han permitido sobrevivir pero que quizá le limitan y como pueden instaurarse nuevas formas de quererse, mirarse a si mismo y relacionarse con los demás y el mundo de una forma beneficiosa y saludable.

Mirarse, quererse, aceptarse todo verbos importantes. Siguiendo al Dalai Lama dice que no podemos querer a los demás si no empezamos por querernos a nosotros mismos.  Dentro del ámbito de la atención plena o Mindfulness, existe una corriente denominada compasión; cuyos ejercicios y prácticas se dirigen a cultivar la amabilidad y el buen trato hacia los demás y hacia uno mismo.

En esta misma línea, existen ejercicios que entrenan la alegría empática (alegría de que a los demás les vaya bien en la vida) y la interconexión (tomar consciencia de la conexión con los demás y sentirla somáticamente) con los demás seres, no solo personas, sino también seres vivos como animales o plantas.

Este entrenamiento resulta de gran ayuda no sólo para que nos sintamos menos solos, sino también para tomar distancia de nosotros mismos y quitarnos importancia. Hoy en día, reducir el pensamiento autorreferencial, es decir, ese que versa principalmente sobre nosotros mismos y todo aquello que nos ocurre, resulta muy beneficioso para nuestra salud mental.

Recordemos por tanto de nuevo. Precisamos pertenecer y conectar con los demás, ampliar las miras y salir del ensimismamiento para con nosotros mismos, pero a la vez necesitamos amplias dosis de afecto, cuidado y cariño hacia nuestra persona, especialmente cuando hemos sido heridos o dañados. Probablemente la autocompasión (compasión dirigida a uno mismo) resulte el mejor antídoto para reparar las heridas y continuar evolucionando y promoviendo una salud mental de calidad de cara al futuro.

 

**El 5 miércoles Octubre comenzamos una nueva edición del programa de Mindfulness y Autocompasión (MSC). Si te ha gustado el artículo y estas interesado en participar consulta las fechas así como la sesión gratuita de introducción al programa para vivir y experimentar la compasión en primera persona y de forma práctica.